Homilía del 16 de Enero de 2019: Evangelio y Palabra del Día

Homilía del 16 de Enero de 2019: Evangelio y Palabra del Día

LECTURA DEL DÍA


De la Carta de Pablo a los Hebreos
Heb 2, 14-18

Hermanos: Todos los hijos de una familia tienen la misma sangre; por eso, Jesús quiso ser de nuestra misma sangre, para destruir con su muerte al diablo, que mediante la muerte, dominaba a los hombres, y para liberar a aquellos que, por temor a la muerte, vivían como esclavos toda su vida.

Pues como bien saben ustedes, Jesús no vino a ayudar a los ángeles, sino a los descendientes de Abraham; por eso tuvo que hacerse semejante a sus hermanos en todo, a fin de llegar a ser sumo sacerdote, misericordioso con ellos y fiel en las relaciones que median entre Dios y los hombres, y expiar así los pecados del pueblo. Como él mismo fue probado por medio del sufrimiento, puede ahora ayudar a los que están sometidos a la prueba.


EVANGELIO DEL DÍA


Evangelio según Marcos
Mc 1,29-39

En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama, con fiebre, y enseguida le avisaron a Jesús. Él se le acercó, y tomándola de la mano, la levantó. En ese momento se le quitó la fiebre y se puso a servirles.

Al atardecer, cuando el sol se ponía, le llevaron a todos los enfermos y poseídos del demonio, y todo el pueblo se apiñó junto a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios, pero no dejó que los demonios hablaran, porque sabían quién era él.

De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, donde se puso a orar. Simón y sus compañeros lo fueron a buscar, y al encontrarlo, le dijeron: “Todos te andan buscando”. Él les dijo: “Vamos a los pueblos cercanos para predicar también allá el Evangelio, pues para eso he venido”. Y recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios.


HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy (cf. Mc 1, 29-39) nos presenta a Jesús que, después de haber predicado el sábado en la sinagoga, cura a muchos enfermos. Predicar y curar: esta es la actividad principal de Jesús en su vida pública. Con la predicación anuncia el reino de Dios, y con la curación demuestra que está cerca, que el reino de Dios está en medio de nosotros.

Al entrar en la casa de Simón Pedro, Jesús ve que su suegra está en la cama con fiebre; enseguida le toma la mano, la cura y la levanta. Después del ocaso, al final del día sábado, cuando la gente puede salir y llevarle los enfermos, cura a una multitud de personas afectadas por todo tipo de enfermedades: físicas, psíquicas y espirituales. Jesús, que vino al mundo para anunciar y realizar la salvación de todo el hombre y de todos los hombres, muestra una predilección particular por quienes están heridos en el cuerpo y en el espíritu: los pobres, los pecadores, los endemoniados, los enfermos, los marginados. Así, Él se revela médico, tanto de las almas como de los cuerpos, buen samaritano del hombre. Es el verdadero Salvador: Jesús salva, Jesús cura, Jesús sana.

Tal realidad de la curación de los enfermos por parte de Cristo nos invita a reflexionar sobre el sentido y el valor de la enfermedad. A esto nos llama también la Jornada mundial del enfermo, que celebraremos el próximo miércoles 11 de febrero, memoria litúrgica de la Bienaventurada Virgen María de Lourdes. Bendigo las actividades preparadas para esta Jornada, en particular, la vigilia que tendrá lugar en Roma la noche del 10 de febrero. Recordemos también al presidente del Consejo pontificio para la pastoral de la salud, monseñor Zygmunt Zimowski, que está muy enfermo en Polonia. Una oración por él, por su salud, porque fue él quien preparó esta jornada, y nos acompaña con su sufrimiento en esta jornada. Una oración por monseñor Zimowski.

La obra salvífica de Cristo no termina con su persona y en el arco de su vida terrena; prosigue mediante la Iglesia, sacramento del amor y de la ternura de Dios por los hombres. Enviando en misión a sus discípulos, Jesús les confiere un doble mandato: anunciar el Evangelio de la salvación y curar a los enfermos (cf. Mt 10, 7-8). Fiel a esta enseñanza, la Iglesia ha considerado siempre la asistencia a los enfermos parte integrante de su misión.

«Pobres y enfermos tendréis siempre con vosotros», advierte Jesús (cf. Mt 26, 11), y la Iglesia los encuentra continuamente en su camino, considerando a las personas enfermas una vía privilegiada para encontrar a Cristo, acogerlo y servirlo. Curar a un enfermo, acogerlo, servirlo, es servir a Cristo: el enfermo es la carne de Cristo.

Esto sucede también en nuestro tiempo, cuando, no obstante las múltiples conquistas de la ciencia, el sufrimiento interior y físico de las personas suscita fuertes interrogantes sobre el sentido de la enfermedad y del dolor y sobre el porqué de la muerte. Se trata de preguntas existenciales, a las que la acción pastoral de la Iglesia debe responder a la luz de la fe, teniendo ante sus ojos al Crucificado, en el que se manifiesta todo el misterio salvífico de Dios Padre que, por amor a los hombres, no perdonó ni a su propio Hijo (cf. Rm 8, 32). Por lo tanto, cada uno de nosotros está llamado a llevar la luz de la palabra de Dios y la fuerza de la gracia a quienes sufren y a cuantos los asisten, familiares, médicos y enfermeros, para que el servicio al enfermo se preste cada vez más con humanidad, con entrega generosa, con amor evangélico y con ternura. La Iglesia madre, mediante nuestras manos, acaricia nuestros sufrimientos y cura nuestras heridas, y lo hace con ternura de madre.

Pidamos a María, Salud de los enfermos, que toda persona experimente en la enfermedad, gracias a la solicitud de quien está a su lado, la fuerza del amor de Dios y el consuelo de su ternura materna.

(Angelus, 8 de febrero de 2015)


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