Homilía del 23 de Octubre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

Homilía del 23 de Octubre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

LECTURA DEL DÍA

Ef 2, 12-22

Hermanos: Recuerden que antes vivían ustedes sin Cristo, que estaban excluidos de la ciudadanía de Israel y eran extraños a las alianzas y promesas, y no tenían esperanza ni Dios en este mundo. Pero ahora, unidos a Cristo Jesús, ustedes, que antes estaban lejos, están cerca, en virtud de la sangre de Cristo.

Porque él es nuestra paz; él hizo de los judíos y de los no judíos un solo pueblo; él destruyó, en su propio cuerpo, la barrera que los separaba: el odio; él abolió la ley, que consistía en mandatos y reglamentos, para crear en sí mismo, de los dos pueblos, un solo hombre nuevo, estableciendo la paz, y para reconciliar a ambos, hechos un solo cuerpo, con Dios, por medio de la cruz, dando muerte en sí mismo al odio.

Vino para anunciar la buena nueva de la paz, tanto a ustedes, los que estaban lejos, como a los que estaban cerca. Así, unos y otros podemos acercarnos al Padre, por la acción de un mismo Espíritu.

En consecuencia, ya no son ustedes extranjeros ni advenedizos; son conciudadanos de los santos y pertenecen a la familia de Dios, porque han sido edificados sobre el cimiento de los apóstoles y de los profetas, siendo Cristo Jesús la piedra angular.

Sobre Cristo, todo el edificio se va levantando bien estructurado, para formar el templo santo del Señor, y unidos a él también ustedes se van incorporando al edificio, por medio del Espíritu Santo, para ser morada de Dios.

EVANGELIO DEL DÍA

Lc 12, 35-38

En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Estén listos, con la túnica puesta y las lámparas encendidas. Sean semejantes a los criados que están esperando a que su señor regrese de la boda, para abrirle en cuanto llegue y toque. Dichosos aquellos a quienes su señor, al llegar, encuentre en vela. Yo les aseguro que se recogerá la túnica, los hará sentar a la mesa y él mismo les servirá. Y si llega a medianoche o a la madrugada y los encuentra en vela, dichosos ellos».

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy quisiera pararme en la dimensión de la esperanza que es la espera vigilante. El tema de la vigilancia es uno de los hilos conductores del Nuevo Testamento. Jesús predica a sus discípulos: «estén ceñidos vuestros lomos y las lámparas encendidas; sed como aquellos hombres que esperan a que su señor vuelva de la boda, para que en cuanto llegue y llame, al instante le abran» (Lc 12, 35-36).

En este tiempo que sigue a la resurrección de Jesús, en el que se alternan de forma continuada momentos de serenidad con otros angustiosos, los cristianos no se rinden nunca. El Evangelio recomienda ser como los siervos que no van nunca a dormir, hasta que su jefe no ha vuelto. Este mundo exige nuestra responsabilidad y nosotros la asumimos completa y con amor. Jesús quiere que nuestra existencia sea trabajosa, que nunca bajemos la guardia, para acoger con gratitud y estupor cada nuevo día que Dios nos regala. Cada mañana es una página en blanco que el cristiano comienza a escribir con obras de bien. Nosotros hemos sido ya salvados por la redención de Jesús, pero ahora esperamos la plena manifestación de su señoría: cuando finalmente Dios sea todo en todos (cf 1 Cor 15, 28). Nada es más cierto en la fe de los cristianos que esta «cita», esta cita con el Señor, cuando Él venga. Y cuando este día llegue, nosotros, los cristianos, queremos ser como aquellos siervos que pasaron la noche con los lomos ceñidos y las lámparas encendidas: es necesario estar listos para la salvación que llega, listos para el encuentro. ¿Habéis pensado, vosotros, cómo será el encuentro con Jesús, cuando Él venga? Pero, será un abrazo, una alegría enorme, ¡una gran alegría! ¡Debemos vivir a la espera de este encuentro!

El cristiano no está hecho para el tedio; en tal caso, para la paciencia. Sabe que también en la monotonía de ciertos días siempre iguales se esconde un misterio de gracia. Hay personas que con la perseverancia de su amor se convierten en pozos que riegan el desierto. Nada sucede en vano y ninguna situación en la que un cristiano se encuentre inmerso es completamente resistente al amor. Ninguna noche es tan larga como para hacer olvidar la alegría de la aurora. Y cuanto más oscura es la noche, más cercana está la aurora. Si permanecemos unidos a Jesús, el frío de los momentos difíciles no nos paraliza; y si también el mundo entero predica contra la esperanza, si dice que el futuro traerá solo nubes oscuras, el cristiano sabe que en ese mismo futuro está el retorno de Cristo. Cuando sucederá, ninguno lo sabe, pero el pensamiento de que al final de nuestra historia está Jesús Misericordioso sirve para tener confianza y no maldecir la vida. Todo se salvará. Todo. Sufriremos, habrá momentos que susciten rabia e indignación, pero la dulce y potente memoria de Cristo alejará la tentación de pensar que esta vida está mal.

Después de haber conocido a Jesús, nosotros no podemos hacer otra cosa más que escrutar la historia con confianza y esperanza. Jesús es como una casa y nosotros estamos dentro y desde las ventanas de esta casa miramos el mundo. Por eso, no nos cerramos en nosotros mismos, no lamentamos con melancolía un pasado que parece dorado, sino que miramos siempre adelante, a un futuro que no es solo obra de nuestras manos, sino que sobre todo es una preocupación constante de la providencia de Dios. Todo aquello que es opaco un día se convertirá en luz.

Y pensemos que Dios no se desmiente a sí mismo. Nunca. Dios no desilusiona nunca. Su voluntad con nosotros no es confusa, sino que es un proyecto de salvación bien delineado: «Dios quiere que todos los hombres sean salvados y alcancen la conciencia de la verdad» (1 Tm 2, 4). Por ello, no nos abandonamos al fluir de los eventos con pesimismo, como si la historia fuera un tren del que se ha perdido el control. La resignación no es una virtud cristiana. Como no es de cristianos levantar los hombros o bajar la cabeza ante un destino que nos parece ineludible.

Aquellos que tienen esperanza en el mundo nunca son personas sumisas. Jesús nos recomienda esperarlo sin estar de brazos cruzados: «Dichosos los siervos que el Señor, al venir, encuentre despiertos» (Lc 12, 37). No existe constructor de paz que a fin de cuentas no haya comprometido su paz personal, asumiendo los problemas de los demás. La persona sumisa no es un constructor de paz, sino que es un vago, uno que quiere estar cómodo. Mientras el cristiano es constructor de paz cuando arriesga, cuando tiene el coraje de arriesgar para llevar el bien, el bien que Jesús nos ha dado, nos ha dado como un tesoro.

Cada día de nuestra vida repitamos aquella invocación que los primeros discípulos, en su lengua aramea, expresaban con las palabras Marana tha y que encontramos en el último versículo de la Biblia: «Ven, señor Jesús» (Ap 22, 20). es el retorno de cada existencia cristiana: en nuestro mundo no tenemos necesidad de nada más que de una caricia de Cristo. ¡Qué gracia si, en la oración, en los días difíciles de esta vida, sentimos su voz que responde y nos asegura: «Mira, vengo pronto» (Ap 22, 7)!

(Audiencia General, 11 de octubre de 2017).

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