Homilía del 24 de Noviembre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

Homilía del 24 de Noviembre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

LECTURA DEL DÍA


Apoc 11, 4-12

Yo, Juan, oí que me decían: «Aquí están mis dos testigos. Son los dos olivos y los dos candelabros, que están ante el Señor de la tierra. Si alguno quiere hacerles daño, su boca echará fuego que devorará a sus enemigos; así, el que intente hacerles daño, morirá sin remedio.

Ellos tienen poder de cerrar el cielo para que no llueva mientras dure su misión profética; tienen poder para convertir el agua en sangre y para castigar la tierra con toda clase de plagas, cuantas veces quieran.

Pero, cuando hayan terminado su misión, la bestia que sube del mar les hará la guerra, los vencerá y los matará. Sus cadáveres quedarán tendidos en la plaza de la gran ciudad, donde fue crucificado su Señor, y que simbólicamente se llama Sodoma o Egipto.

Durante tres días y medio, gentes de todos los pueblos y razas, de todas las lenguas y naciones contemplarán sus cadáveres, pues no permitirán que los sepulten. Los habitantes de la tierra se alegrarán y regocijarán por su muerte y se enviarán regalos los unos a los otros, porque estos dos profetas habían sido el azote de ellos.

Pero después de los tres días y medio, un espíritu de vida, enviado por Dios, entrará en ellos: se pondrán de pie y todos los que los estén viendo se llenarán de espanto. Oirán entonces una potente voz, que les dirá desde el cielo: ‘Suban acá’. Y subirán al cielo en una nube, a la vista de sus enemigos».


EVANGELIO DEL DÍA


Lc 20, 27-40

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús algunos saduceos. Como los saduceos niegan la resurrección de los muertos, le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito que si alguno tiene un hermano casado que muere sin haber tenido hijos, se case con la viuda para dar descendencia a su hermano. Hubo una vez siete hermanos, el mayor de los cuales se casó y murió sin dejar hijos. El segundo, el tercero y los demás, hasta el séptimo, tomaron por esposa a la viuda y todos murieron sin dejar sucesión. Por fin murió también la viuda. Ahora bien, cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será esposa la mujer, pues los siete estuvieron casados con ella?»

Jesús les dijo: «En esta vida, hombres y mujeres se casan, pero en la vida futura, los que sean juzgados dignos de ella y de la resurrección de los muertos, no se casarán ni podrán ya morir, porque serán como los ángeles e hijos de Dios, pues él los habrá resucitado.

Y que los muertos resucitan, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob. Porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven».

Entonces, unos escribas le dijeron: «Maestro, has hablado bien». Y a partir de ese momento ya no se atrevieron a preguntarle nada.


HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús enfrentando a los saduceos, quienes negaban la resurrección. Y es precisamente sobre este tema que ellos hacen una pregunta a Jesús, para ponerlo en dificultad y ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos. Parten de un caso imaginario: «Una mujer tuvo siete maridos, que murieron uno tras otro», y preguntan a Jesús: «¿De cuál de ellos será esposa esa mujer después de su muerte?». Jesús, siempre apacible y paciente, en primer lugar responde que la vida después de la muerte no tiene los mismos parámetros de la vida terrena. La vida eterna es otra vida, en otra dimensión donde, entre otras cosas, ya no existirá el matrimonio, que está vinculado a nuestra existencia en este mundo. Los resucitados —dice Jesús— serán como los ángeles, y vivirán en un estado diverso, que ahora no podemos experimentar y ni siquiera imaginar. Así lo explica Jesús.

Pero luego Jesús, por decirlo así, pasa al contraataque. Y lo hace citando la Sagrada Escritura, con una sencillez y una originalidad que nos dejan llenos de admiración por nuestro Maestro, el único Maestro. La prueba de la resurrección Jesús la encuentra en el episodio de Moisés y de la zarza ardiente (cf. Ex 3, 1-6), allí donde Dios se revela como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob. El nombre de Dios está relacionado a los nombres de los hombres y las mujeres con quienes Él se vincula, y este vínculo es más fuerte que la muerte. Y nosotros podemos decir también de la relación de Dios con nosotros, con cada uno de nosotros: ¡Él es nuestro Dios! ¡Él es el Dios de cada uno de nosotros! Como si Él llevase nuestro nombre. A Él le gusta decirlo, y ésta es la alianza. He aquí por qué Jesús afirma: «No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para Él todos están vivos» (Lc 20, 38). Y éste es el vínculo decisivo, la alianza fundamental, la alianza con Jesús: Él mismo es la Alianza, Él mismo es la Vida y la Resurrección, porque con su amor crucificado venció la muerte. En Jesús Dios nos dona la vida eterna, la dona a todos, y gracias a Él todos tienen la esperanza de una vida aún más auténtica que ésta. La vida que Dios nos prepara no es un sencillo embellecimiento de esta vida actual: ella supera nuestra imaginación, porque Dios nos sorprende continuamente con su amor y con su misericordia.

Por lo tanto, lo que sucederá es precisamente lo contrario de cuanto esperaban los saduceos. No es esta vida la que hace referencia a la eternidad, a la otra vida, la que nos espera, sino que es la eternidad —aquella vida— la que ilumina y da esperanza a la vida terrena de cada uno de nosotros. Si miramos sólo con ojo humano, estamos predispuestos a decir que el camino del hombre va de la vida hacia la muerte. ¡Esto se ve! Pero esto es sólo si lo miramos con ojo humano. Jesús le da un giro a esta perspectiva y afirma que nuestra peregrinación va de la muerte a la vida: la vida plena. Nosotros estamos en camino, en peregrinación hacia la vida plena, y esa vida plena es la que ilumina nuestro camino. Por lo tanto, la muerte está detrás, a la espalda, no delante de nosotros. Delante de nosotros está el Dios de los vivientes, el Dios de la alianza, el Dios que lleva mi nombre, nuestro nombre, como Él dijo: «Yo soy el Dios de Abrahán, Isaac, Jacob», también el Dios con mi nombre, con tu nombre, con tu nombre…, con nuestro nombre. ¡Dios de los vivientes! … Está la derrota definitiva del pecado y de la muerte, el inicio de un nuevo tiempo de alegría y luz sin fin. Pero ya en esta tierra, en la oración, en los Sacramentos, en la fraternidad, encontramos a Jesús y su amor, y así podemos pregustar algo de la vida resucitada. La experiencia que hacemos de su amor y de su fidelidad enciende como un fuego en nuestro corazón y aumenta nuestra fe en la resurrección. En efecto, si Dios es fiel y ama, no puede serlo a tiempo limitado: la fidelidad es eterna, no puede cambiar. El amor de Dios es eterno, no puede cambiar. No es a tiempo limitado: es para siempre. Es para seguir adelante. Él es fiel para siempre y Él nos espera, a cada uno de nosotros, acompaña a cada uno de nosotros con esta fidelidad eterna.

(Angelus, 10 de noviembre de 2013).


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