Homilía del 7 de Abril de 2019: Evangelio y Palabra del Día

Homilía del 7 de Abril de 2019: Evangelio y Palabra del Día

LECTURA DEL DÍA


Primera Lectura

Del Libro del Profeta Isaia
Is 43, 16-21

Esto dice el Señor, que abrió un camino en el mar
y un sendero en las aguas impetuosas,
el que hizo salir a la batalla
a un formidable ejército de carros y caballos,
que cayeron y no se levantaron,
y se apagaron como una mecha que se extingue:

“No recuerden lo pasado ni piensen en lo antiguo;
yo voy a realizar algo nuevo.
Ya está brotando. ¿No lo notan?
Voy a abrir caminos en el desierto
y haré que corran los ríos en la tierra árida.
Me darán gloria las bestias salvajes,
los chacales y las avestruces,
porque haré correr agua en el desierto,
y ríos en el yermo,
para apagar la sed de mi pueblo escogido.
Entonces el pueblo que me he formado
proclamará mis alabanzas”.

Segunda Lectura

De la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses
Fil 3, 8-14

Hermanos: Todo lo que era valioso para mí, lo consideré sin valor a causa de Cristo. Más aún pienso que nada vale la pena en comparación con el bien supremo, que consiste en conocer a Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor he renunciado a todo, y todo lo considero como basura, con tal de ganar a Cristo y de estar unido a él, no porque haya obtenido la justificación que proviene de la ley, sino la que procede de la fe en Cristo Jesús, con la que Dios hace justos a los que creen.

Y todo esto, para conocer a Cristo, experimentar la fuerza de su resurrección, compartir sus sufrimientos y asemejarme a él en su muerte, con la esperanza de resucitar con él de entre los muertos.

No quiero decir que haya logrado ya ese ideal o que sea ya perfecto, pero me esfuerzo en conquistarlo, porque Cristo Jesús me ha conquistado. No, hermanos, considero que todavía no lo he logrado. Pero eso sí, olvido lo que he dejado atrás, y me lanzo hacia adelante, en busca de la meta y del trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde el cielo.


EVANGELIO DEL DÍA


Evangelio según Juan
Jn 8, 1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos y al amanecer se presentó de nuevo en el templo, donde la multitud se le acercaba; y él, sentado entre ellos, les enseñaba.

Entonces los escribas y fariseos le llevaron a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola frente a él, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos manda en la ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú que dices?”

Le preguntaban esto para ponerle una trampa y poder acusarlo. Pero Jesús se agachó y se puso a escribir en el suelo con el dedo. Como insistían en su pregunta, se incorporó y les dijo: “Aquel de ustedes que no tenga pecado, que le tire la primera piedra”. Se volvió a agachar y siguió escribiendo en el suelo.

Al oír aquellas palabras, los acusadores comenzaron a escabullirse uno tras otro, empezando por los más viejos, hasta que dejaron solos a Jesús y a la mujer, que estaba de pie, junto a él.

Entonces Jesús se enderezó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nadie te ha condenado?” Ella le contestó: “Nadie, Señor”. Y Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete y ya no vuelvas a pecar”.


HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma (cf. Jn 8, 1-11), es tan bonito, a mí me gusta mucho leerlo y releerlo. Nos presenta el episodio de la mujer adúltera, poniendo de relieve el tema de la misericordia de Dios, que nunca quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La escena ocurre en la explanada del Templo. Imagináosla allí, en el atrio [de la basílica de San Pedro]. Jesús está enseñando a la gente, y llegan algunos escribas y fariseos que conducen delante de Él a una mujer sorprendida en adulterio. Esa mujer se encuentra así en el medio entre Jesús y la multitud (cf. v. 3), entre la misericordia del Hijo de Dios y la violencia, la rabia de sus acusadores. En realidad ellos no fueron al Maestro para pedirle su opinión —era gente mala—, sino para tenderle una trampa. De hecho, si Jesús siguiera la severidad de la ley, aprobando la lapidación de la mujer, perdería su fama de mansedumbre y bondad que tanto fascina al pueblo; si en cambio quisiera ser misericordioso, debería ir contra la ley, que Él mismo dijo que no quería abolir sino dar cumplimiento (cf. Mt 5, 17). Y Jesús está en medio de esta situación.

Esta mala intención se esconde bajo la pregunta que le plantean a Jesús: «¿Tú que dices?» (v. 5). Jesús no responde, se calla y realiza un gesto misterioso: «inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra» (v. 7). Quizás hacía dibujos, algunos dicen que escribía los pecados de los fariseos… de cualquier manera, escribía, estaba en otro lado. De este modo invita a todos a la calma, a no actuar inducidos por la impulsividad, y a buscar la justicia de Dios. Pero aquellos malvados insisten y esperan de él una respuesta. Parecía que tenían sed de sangre. Entonces Jesús levanta la mirada y les dice: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra» (v. 7). Esta respuesta desubica los acusadores, los desarma a todos en el sentido estricto de la palabra: todos depusieron las «armas», o sea las piedras listas para ser arrojadas, tanto las visibles contra la mujer, como las escondidas contra Jesús. Y mientras el Señor sigue escribiendo en la tierra, haciendo dibujos, no sé…, los acusadores se van uno tras otro, con la cabeza baja, comenzando por los más ancianos que eran más conscientes de no estar sin pecado. ¡Qué bien nos hace ser conscientes de que también nosotros somos pecadores! Cuando hablamos mal de los otros —todas estas cosas que nosotros conocemos bien—, ¡qué bien nos hará tener el coraje de hacer caer en el suelo las piedras que tenemos para arrojárselas a los demás y pensar un poco en nuestros pecados!

Se quedaron allí solos la mujer y Jesús: la miseria y la misericordia, una frente a la otra. Y esto cuántas veces nos sucede a nosotros cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza, para hacer ver nuestra miseria y pedir el perdón. «Mujer, ¿dónde están?» (v. 10), le dice Jesús. Y basta esta constatación, y su mirada llena de misericordia y llena de amor, para hacer sentir a esa persona —quizás por primera vez— que tiene una dignidad, que ella no es su pecado, que ella tiene una dignidad de persona, que puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar por una senda nueva.

Queridos hermanos y hermanas, esa mujer nos representa a todos nosotros, que somos pecadores, es decir adúlteros ante Dios, traidores a su fidelidad. Y su experiencia representa la voluntad de Dios para cada uno de nosotros: no nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia que salva del pecado y de la muerte. Él ha escrito en la tierra, en el polvo del que está hecho cada ser humano (cf. Gén 2, 7), la sentencia de Dios: «No quiero que tu mueras, sino que tú vivas». Dios no nos clava a nuestro pecado, no nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y quiere que también nosotros lo queramos con Él. Quiere que nuestra libertad se convierta del mal al bien, y esto es posible —¡es posible!— con su gracia.

Que la Virgen María nos ayude a confiarnos completamente a la misericordia de Dios, para convertirnos en criaturas nuevas.

(Angelus, 13 de marzo de 2016)


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