Homilía del 8 de Marzo de 2020: Evangelio y Palabra del Día

Homilía del 8 de Marzo de 2020: Evangelio y Palabra del Día

LECTURA DEL DÍA


Primera lectura

Lectura del Libro del Génesis
Gn 12, 1-4a

En aquellos días, dijo el Señor a Abram: “Deja tu país, a tu parentela y la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré. Haré nacer de ti un gran pueblo y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre y tú mismo serás una bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. En ti serán bendecidos todos los pueblos de la tierra”. Abram partió, como se lo había ordenado el Señor.

Segunda Lectura

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo
2 Tm 1, 8b-10

Querido hermano: Comparte conmigo los sufrimientos por la predicación del Evangelio, sostenido por la fuerza de Dios. Pues Dios es quien nos ha salvado y nos ha llamado a que le consagremos nuestra vida, no porque lo merecieran nuestras buenas obras, sino porque así lo dispuso él gratuitamente.
Este don, que Dios nos ha concedido por medio de Cristo Jesús desde toda la eternidad, ahora se ha manifestado con la venida del mismo Cristo Jesús, nuestro Salvador, que destruyó la muerte y ha hecho brillar la luz de la vida y de la inmortalidad, por medio del Evangelio.


EVANGELIO DEL DÍA


Evangelio según san Mateo
Mt 17, 1-9

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, el hermano de éste, y los hizo subir a solas con él a un monte elevado. Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve. De pronto aparecieron ante ellos Moisés y Elías, conversando con Jesús.
Entonces Pedro le dijo a Jesús: “Señor, ¡qué bueno sería quedarnos aquí! Si quieres, haremos aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”.
Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió y de ella salió una voz que decía: “Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo puestas mis complacencias; escúchenlo”. Al oír esto, los discípulos cayeron rostro en tierra, llenos de un gran temor. Jesús se acercó a ellos, los tocó y les dijo: “Levántense y no teman”. Alzando entonces los ojos, ya no vieron a nadie más que a Jesús.
Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No le cuenten a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos”.


HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma nos presenta la narración de la Transfiguración de Jesús (cf. Mateo 17, 1-9). Se lleva aparte a tres apóstoles: Pedro, Santiago y Juan, Él subió con ellos a un monte alto, y allí ocurrió este singular fenómeno: el rostro de Jesús «se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (v. 2). De tal manera el Señor hizo resplandecer en su misma persona la gloria divina que se podía percibir con la fe en su predicación y en sus gestos milagrosos. Y la transfiguración es acompañada, en el monte, con la aparición de Moisés y de Elías, «que conversaban con él» (v. 3).

La “luminosidad” que caracteriza este evento extraordinario simboliza el objetivo: iluminar las mentes y los corazones de los discípulos para que puedan comprender claramente quién es su Maestro. Es un destello de luz que se abre de repente sobre el misterio de Jesús e ilumina toda su persona y toda su historia.

Ya en marcha hacia Jerusalén, donde deberá padecer la condena a muerte por crucifixión, Jesús quiere preparar a los suyos para este escándalo —el escándalo de la cruz—, para este escándalo demasiado fuerte para su fe y, al mismo tiempo, preanunciar su resurrección, manifestándose como el Mesías, el Hijo de Dios. Y Jesús les prepara para ese momento triste y de tanto dolor. En efecto, Jesús estaba demostrando ser un Mesías diverso respecto a lo que se esperaba, a lo que ellos imaginaban sobre el Mesías, como fuese el Mesías: no un rey potente y glorioso, sino un siervo humilde y desarmado; no un señor de gran riqueza, signo de bendición, sino un hombre pobre que no tiene donde apoyar su cabeza; no un patriarca con numerosa descendencia, sino un célibe sin casa ni nido. Es de verdad una revelación de Dios invertida, y el signo más desconcertante de esta escandalosa inversión es la cruz. Pero precisamente a través de la cruz Jesús alcanzará la gloriosa resurrección, que será definitiva, no como esta transfiguración que duró un momento, un instante.

Jesús transfigurado sobre el monte Tabor quiso mostrar a sus discípulos su gloria no para evitarles pasar a través de la cruz, sino para indicar a dónde lleva la cruz. Quien muere con Cristo, con Cristo resurgirá. Y la cruz es la puerta de la resurrección. Quien lucha junto a Él, con Él triunfará. Este es el mensaje de esperanza que la cruz de Jesús contiene, exhortando a la fortaleza en nuestra existencia. La Cruz cristiana no es un ornamento de la casa o un adorno para llevar puesto, la cruz cristiana es un llamamiento al amor con el cual Jesús se sacrificó para salvar a la humanidad del mal y del pecado. En este tiempo de Cuaresma, contemplamos con devoción la imagen del crucifijo, Jesús en la cruz: ese es el símbolo de la fe cristiana, es el emblema de Jesús, muerto y resucitado por nosotros. Hagamos que la cruz marque las etapas de nuestro itinerario cuaresmal para comprender cada vez más la gravedad del pecado y el valor del sacrificio con el cual el Redentor nos ha salvado a todos nosotros. La Virgen Santa supo contemplar la gloria de Jesús escondida en su humanidad. Nos ayude a estar con Él en la oración silenciosa, a dejarnos iluminar por su presencia, para llevar en el corazón, a través de las noches más oscuras, un reflejo de su gloria.

(Angelus, 12 de marzo de 2017)


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