Homilía del 1 de Noviembre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

Homilía del 1 de Noviembre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

LECTURA DEL DÍA


PRIMERA LECTURA

Apoc 7, 2-4. 9-14

Yo, Juan, vi a un ángel que venía del oriente. Traía consigo el sello del Dios vivo y gritaba con voz poderosa a los cuatro ángeles encargados de hacer daño a la tierra y al mar. Les dijo: “¡No hagan daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que terminemos de marcar con el sello la frente de los servidores de nuestro Dios!” Y pude oír el número de los que habían sido marcados: eran ciento cuarenta y cuatro mil, procedentes de todas las tribus de Israel.

Vi luego una muchedumbre tan grande, que nadie podía contarla. Eran individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas. Todos estaban de pie, delante del trono y del Cordero; iban vestidos con una túnica blanca; llevaban palmas en las manos y exclamaban con voz poderosa: “La salvación viene de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero”.

Y todos los ángeles que estaban alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro seres vivientes, cayeron rostro en tierra delante del trono y adoraron a Dios, diciendo: “Amén. La alabanza, la gloria, la sabiduría, la acción de gracias, el honor, el poder y la fuerza, se le deben para siempre a nuestro Dios”.

Entonces uno de los ancianos me preguntó: “¿Quiénes son y de dónde han venido los que llevan la túnica blanca?” Yo le respondí: “Señor mío, tú eres quien lo sabe”. Entonces él me dijo: “Son los que han pasado por la gran persecución y han lavado y blanqueado su túnica con la sangre del Cordero”.

SEGUNDA LECTURA

1 Jn 3, 1-3

Queridos hijos: Miren cuánto amor nos ha tenido el Padre, pues no sólo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos. Si el mundo no nos reconoce, es porque tampoco lo ha reconocido a él.

Hermanos míos, ahora somos hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado cómo seremos al fin. Y ya sabemos que, cuando él se manifieste, vamos a ser semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

Todo el que tenga puesta en Dios esta esperanza, se purifica a sí mismo para ser tan puro como él.


EVANGELIO DEL DÍA


Mt 5, 1-12

En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles, hablándoles así:

“Dichosos los pobres de espíritu,
porque de ellos es el Reino de los cielos.
Dichosos los que lloran,
porque serán consolados.
Dichosos los sufridos,
porque heredarán la tierra.
Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia,
porque serán saciados.
Dichosos los misericordiosos,
porque obtendrán misericordia.
Dichosos los limpios de corazón,
porque verán a Dios.
Dichosos los que trabajan por la paz,
porque se les llamará hijos de Dios.
Dichosos los perseguidos por causa de la justicia,
porque de ellos es el Reino de los cielos.

Dichosos serán ustedes, cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos”.


HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Los dos primeros días del mes de noviembre constituyen para todos nosotros un intenso momento de fe, de oración y reflexión sobre las «cosas últimas» de la vida. En efecto, celebrando a Todos los santos y conmemorando a Todos los fieles difuntos, la Iglesia peregrina en la tierra vive y expresa en la liturgia el vínculo espiritual que la une a la Iglesia del cielo. Hoy alabamos a Dios por la multitud innumerable de santos y santas de todos los tiempos: hombres y mujeres comunes, sencillos, a veces «últimos» para el mundo, pero «primeros» para Dios. Al mismo tiempo, recordamos a nuestros queridos difuntos visitando los cementerios: es motivo de gran consuelo pensar que ellos están en compañía de la Virgen María, de los Apóstoles, de los mártires y de todos los santos y santas del paraíso.

Así, la solemnidad de hoy nos ayuda a considerar una verdad fundamental de la fe cristiana, que profesamos en el «Credo»: la comunión de los santos. ¿Qué significa esto: la comunión de los santos? Es la comunión que nace de la fe y une a todos los que pertenecen a Cristo, en virtud del Bautismo. Se trata de una unión espiritual —¡todos estamos unidos!— que la muerte no rompe, sino que prosigue en la otra vida. En efecto, subsiste un vínculo indestructible entre nosotros, los que vivimos en este mundo, y cuantos cruzaron el umbral de la muerte. Nosotros, aquí abajo en la tierra, junto con aquellos que entraron en la eternidad, formamos una sola y gran familia. Se mantiene esta familiaridad.

Esta maravillosa comunión, esta maravillosa unión común entre tierra y cielo se realiza del modo más elevado e intenso en la liturgia y, sobre todo, en la celebración de la Eucaristía, que expresa y realiza la más profunda unión entre los miembros de la Iglesia. En efecto, en la Eucaristía encontramos a Jesús vivo y su fuerza, y a través de Él entramos en comunión con nuestros hermanos en la fe: los que viven con nosotros aquí en la tierra y los que nos precedieron en la otra vida, la vida sin fin. Esta realidad nos colma de alegría: es hermoso tener tantos hermanos y hermanas en la fe que caminan a nuestro lado, nos sostienen con su ayuda y junto a nosotros recorren el mismo camino hacia el cielo. Y es consolador saber que hay otros hermanos que ya llegaron al cielo, que nos esperan y rezan por nosotros, para que juntos podamos contemplar eternamente el rostro glorioso y misericordioso del Padre.

En la gran asamblea de los santos, Dios ha querido reservar el primer lugar a la Madre de Jesús. María está en el centro de la comunión de los santos, como protectora especial del vínculo de la Iglesia universal con Cristo, del vínculo de la familia. Ella es la Madre, es Madre nuestra, nuestra Madre. Es la guía segura de quien quiera seguir a Jesús por el camino del Evangelio, porque es la primera discípula. Ella es la Madre solícita y atenta, a quien confiar todos los deseos y dificultades.

Invoquemos juntos a la Reina de Todos los santos, para que nos ayude a responder con generosidad y fidelidad a Dios, que nos llama a ser santos como Él es santo (cf. Lv 19, 2; Mt 5, 48).

(Angelus, 1 de noviembre de 2014).


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