Homilía del 2 de setiembre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

Homilía del 2 de setiembre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

LECTURA DEL DÍA

PRIMERA LECTURA

Dt 4, 1-2. 6-8

En aquellos días, habló Moisés al pueblo, diciendo: «Ahora, Israel, escucha los mandatos y preceptos que te enseño, para que los pongas en práctica y puedas así vivir y entrar a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de tus padres, te va a dar.

No añadirán nada ni quitarán nada a lo que les mando: Cumplan los mandamientos del Señor que yo les enseño, como me ordena el Señor, mi Dios. Guárdenlos y cúmplanlos porque ellos son la sabiduría y la prudencia de ustedes a los ojos de los pueblos. Cuando tengan noticias de todos estos preceptos, los pueblos se dirán: ‘En verdad esta gran nación es un pueblo sabio y prudente’.

Porque, ¿cuál otra nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos como lo está nuestro Dios, siempre que lo invocamos? ¿Cuál es la gran nación cuyos mandatos y preceptos sean tan justos como toda esta ley que ahora les doy?».

SEGUNDA LECTURA

Sant1, 17-18. 21b-22. 27

Hermanos: Todo beneficio y todo don perfecto viene de lo alto, del creador de la luz, en quien no hay ni cambios ni sombras. Por su propia voluntad nos engendró por medio del Evangelio para que fuéramos, en cierto modo, primicias de sus creaturas.

Acepten dócilmente la palabra que ha sido sembrada en ustedes y es capaz de salvarlos. Pongan en práctica esa palabra y no se limiten a escucharla, engañándose a ustedes mismos. La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre, consiste en visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y en guardarse de este mundo corrompido.

EVANGELIO DEL DÍA

Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23

En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén. Viendo que algunos de los discípulos de Jesús comían con las manos impuras, es decir, sin habérselas lavado, los fariseos y los escribas le preguntaron: «¿Por qué tus discípulos comen con manos impuras y no siguen la tradición de nuestros mayores?» (Los fariseos y los judíos, en general, no comen sin lavarse antes las manos hasta el codo, siguiendo la tradición de sus mayores; al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones, y observan muchas otras cosas por tradición, como purificar los vasos, las jarras y las ollas).

Jesús les contestó: «¡Qué bien profetizó Isaías sobre ustedes, hipócritas, cuando escribió: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. Es inútil el culto que me rinden, porque enseñan doctrinas que no son sino preceptos humanos! Ustedes dejan a un lado el mandamiento de Dios, para aferrarse a las tradiciones de los hombres».

Después, Jesús llamó a la gente y les dijo: «Escúchenme todos y entiéndanme. Nada que entre de fuera puede manchar al hombre; lo que sí lo mancha es lo que sale de dentro; porque del corazón del hombre salen las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad. Todas estas maldades salen de dentro y manchan al hombre».

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo presenta una disputa entre Jesús y algunos fariseos y escribas. La discusión se refiere al valor de la «tradición de los antepasados» (Mc7, 3) que Jesús, refiriéndose al profeta Isaías, define «preceptos humanos» (v. 7) y que nunca deben ocupar el lugar del «mandamiento de Dios» (v. 8). Las antiguas prescripciones en cuestión comprendían no sólo los preceptos de Dios revelados a Moisés, sino también una serie de dictámenes que especificaban las indicaciones de la ley mosaica. Los interlocutores aplicaban tales normas de manera muy escrupulosa y las presentaban como expresión de auténtica religiosidad. Por eso recriminan a Jesús y a sus discípulos la transgresión de éstas, en particular las que se refieren a la purificación exterior del cuerpo (cf. v. 5). La respuesta de Jesús tiene la fuerza de un pronunciamiento profético: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios —dice— para aferraros a la tradición de los hombres» (v. 8). Son palabras que nos llenan de admiración por nuestro Maestro: sentimos que en Él está la verdad y que su sabiduría nos libra de los prejuicios.

Pero ¡atención! Con estas palabras, Jesús quiere ponernos en guardia también a nosotros, hoy, del pensar que la observancia exterior de la ley sea suficiente para ser buenos cristianos. Como entonces para los fariseos, existe también para nosotros el peligro de creernos en lo correcto, o peor, mejores que los demás por el sólo hecho de observar las reglas, las costumbres, aunque no amemos al prójimo, seamos duros de corazón, soberbios y orgullosos. La observancia literal de los preceptos es algo estéril si no cambia el corazón y no se traduce en actitudes concretas: abrirse al encuentro con Dios y a su Palabra, buscar la justicia y la paz, socorrer a los pobres, a los débiles, a los oprimidos. Todos sabemos, en nuestras comunidades, en nuestras parroquias, en nuestros barrios, cuánto daño hacen a la Iglesia y son motivo de escándalo, las personas que se dicen muy católicas y van a menudo a la iglesia, pero después, en su vida cotidiana, descuidan a la familia, hablan mal de los demás, etc. Esto es lo que Jesús condena porque es un antitestimonio cristiano.

Continuando su exhortación, Jesús se centra sobre un aspecto más profundo y afirma: «Nada que entra de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre» (v. 15). De esta manera subraya el primado de la interioridad, es decir, el primado del «corazón»: no son las cosas exteriores las que nos hacen o no santos, sino que es el corazón el que expresa nuestras intenciones, nuestras elecciones y el deseo de hacerlo todo por amor de Dios. Las actitudes exteriores son la consecuencia de lo que hemos decidido en el corazón y no al revés: con actitudes exteriores, si el corazón no cambia, no somos verdaderos cristianos. La frontera entre el bien y el mal no está fuera de nosotros sino más bien dentro de nosotros. Podemos preguntarnos: ¿dónde está mi corazón? Jesús decía: «tu tesoro está donde está tu corazón». ¿Cuál es mi tesoro? ¿Es Jesús, es su doctrina? Entonces el corazón es bueno. O ¿el tesoro es otra cosa? Por lo tanto, es el corazón el que debe ser purificado y convertirse. Sin un corazón purificado, no se pueden tener manos verdaderamente limpias y labios que pronuncian palabras sinceras de amor —todo es doble, una doble vida—, labios que pronuncian palabras de misericordia, de perdón. Esto lo puede hacer sólo el corazón sincero y purificado.

Pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen Santa, que nos dé un corazón puro, libre de toda hipocresía. Este es el adjetivo que Jesús da a los fariseos: «hipócritas», porque dicen una cosa y hacen otra. Un corazón libre de toda hipocresía, para que así seamos capaces de vivir según el espíritu de la ley y alcanzar su finalidad, que es el amor.

(Ángelus, 30 de agosto de 2015).

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