Homilía del 7 de Noviembre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

Homilía del 7 de Noviembre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

LECTURA DEL DÍA


Flp 2, 12-18

Queridos hermanos míos: Así como siempre me han obedecido cuando he estado presente entre ustedes, con mayor razón obedézcanme ahora que estoy ausente. Sigan trabajando por su salvación con humildad y temor de Dios, pues él es quien les da energía interior para que puedan querer y actuar conforme a su voluntad.

Háganlo todo sin quejas ni discusiones, para que sean ustedes hijos de Dios, irreprochables, sencillos y sin mancha, en medio de los hombres malos y perversos de este tiempo. Entre ellos brillarán como antorchas en el mundo, al presentarles las palabras de la vida. Así, el día de la venida de Cristo, yo me sentiré orgulloso al comprobar que mis esfuerzos y trabajos no han sido inútiles. Y aunque yo tuviera que derramar mi sangre para que ustedes siguieran ofreciendo a Dios la ofrenda sagrada de su vida de fe, me sentiría feliz y me regocijaría con todos ustedes. Y ustedes, por su parte, alégrense y regocíjense conmigo.


EVANGELIO DEL DÍA


Lc 14, 25-33

En aquel tiempo, caminaba con Jesús una gran muchedumbre y él, volviéndose a sus discípulos, les dijo:

«Si alguno quiere seguirme y no me prefiere a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, más aún, a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.

Porque, ¿quién de ustedes, si quiere construir una torre, no se pone primero a calcular el costo, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que, después de haber echado los cimientos, no pueda acabarla y todos los que se enteren comiencen a burlarse de él, diciendo: ‘Este hombre comenzó a construir y no pudo terminar’.

¿O qué rey que va a combatir a otro rey, no se pone primero a considerar si será capaz de salir con diez mil soldados al encuentro del que viene contra él con veinte mil? Porque si no, cuando el otro esté aún lejos, le enviará una embajada para proponerle las condiciones de paz.

Así pues, cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo».


HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de hoy Jesús insiste acerca de las condiciones para ser sus discípulos: no anteponer nada al amor por Él, cargar la propia cruz y seguirle. En efecto, mucha gente se acercaba a Jesús, quería estar entre sus seguidores; y esto sucedía especialmente tras algún signo prodigioso, que le acreditaba como el Mesías, el Rey de Israel. Pero Jesús no quiere engañar a nadie. Él sabe bien lo que le espera en Jerusalén, cuál es el camino que el Padre le pide que recorra: es el camino de la cruz, del sacrificio de sí mismo para el perdón de nuestros pecados. Seguir a Jesús no significa participar en un cortejo triunfal. Significa compartir su amor misericordioso, entrar en su gran obra de misericordia por cada hombre y por todos los hombres. La obra de Jesús es precisamente una obra de misericordia, de perdón, de amor. ¡Es tan misericordioso Jesús! Y este perdón universal, esta misericordia, pasa a través de la cruz. Pero Jesús no quiere realizar esta obra solo: quiere implicarnos también a nosotros en la misión que el Padre le ha confiado. Después de la resurrección dirá a sus discípulos: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo… A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados» (Jn 20, 21.23). El discípulo de Jesús renuncia a todos los bienes porque ha encontrado en Él el Bien más grande, en el que cualquier bien recibe su pleno valor y significado: los vínculos familiares, las demás relaciones, el trabajo, los bienes culturales y económicos, y así sucesivamente. El cristiano se desprende de todo y reencuentra todo en la lógica del Evangelio, la lógica del amor y del servicio.

Para explicar esta exigencia, Jesús usa dos parábolas: la de la torre que se ha de construir y la del rey que va a la guerra. Esta segunda parábola dice así: «¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz» (Lc 14, 31-32). Aquí, Jesús no quiere afrontar el tema de la guerra, es sólo una parábola. Sin embargo, en este momento en el que estamos rezando fuertemente por la paz, esta palabra del Señor nos toca en lo vivo, y en esencia nos dice: existe una guerra más profunda que todos debemos combatir. Es la decisión fuerte y valiente de renunciar al mal y a sus seducciones y elegir el bien, dispuestos a pagar en persona: he aquí el seguimiento de Cristo, he aquí el cargar la propia cruz. Esta guerra profunda contra el mal. ¿De qué sirve declarar la guerra, tantas guerras, si tú no eres capaz de declarar esta guerra profunda contra el mal? No sirve para nada. No funciona… Esto comporta, entre otras cosas, esta guerra contra el mal comporta decir no al odio fratricida y a los engaños de los que se sirve; decir no a la violencia en todas sus formas; decir no a la proliferación de las armas y a su comercio ilegal. ¡Hay tanto de esto! ¡Hay tanto de esto! Y siempre permanece la duda: esta guerra de allá, esta otra de allí —porque por todos lados hay guerras— ¿es de verdad una guerra por problemas o es una guerra comercial para vender estas armas en el comercio ilegal? Estos son los enemigos que hay que combatir, unidos y con coherencia, no siguiendo otros intereses si no son los de la paz y del bien común.

(Angelus, 8 de septiembre de 2013).


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