Homilía del 9 de Noviembre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

Homilía del 9 de Noviembre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

LECTURA DEL DÍA


PRIMERA LECTURA

Ez 47, 1-2. 8-9. 12

En aquellos tiempos, un hombre me llevó a la entrada del templo. Por debajo del umbral manaba agua hacia el oriente, pues el templo miraba hacia el oriente, y el agua bajaba por el lado derecho del templo, al sur del altar.

Luego me hizo salir por el pórtico del norte y dar la vuelta hasta el pórtico que mira hacia el oriente, y el agua corría por el lado derecho.

Aquel hombre me dijo: «Estas aguas van hacia la región oriental; bajarán hasta el Arabá, entrarán en el mar de aguas saladas y lo sanearán. Todo ser viviente que se mueva por donde pasa el torrente, vivirá; habrá peces en abundancia, porque los lugares a donde lleguen estas aguas quedarán saneados y por dondequiera que el torrente pase, prosperará la vida. En ambas márgenes del torrente crecerán árboles frutales de toda especie, de follaje perenne e inagotables frutos. Darán frutos nuevos cada mes, porque los riegan las aguas que manan del santuario. Sus frutos servirán de alimento y sus hojas, de medicina».

SEGUNDA LECTURA

1 Cor 3, 9-11. 16-17

Hermanos: Ustedes son la casa que Dios edifica. Yo, por mi parte, correspondiendo al don que Dios me ha concedido, como un buen arquitecto, he puesto los cimientos; pero es otro quien construye sobre ellos. Que cada uno se fije cómo va construyendo. Desde luego, el único cimiento válido es Jesucristo y nadie puede poner otro distinto.

¿No saben acaso ustedes que son el templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes? Quien destruye el templo de Dios, será destruido por Dios, porque el templo de Dios es santo y ustedes son ese templo.


EVANGELIO DEL DÍA


Jn 2, 13-22

Cuando se acercaba la Pascua de los judíos, Jesús llegó a Jerusalén y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas con sus mesas. Entonces hizo un látigo de cordeles y los echó del templo, con todo y sus ovejas y bueyes; a los cambistas les volcó las mesas y les tiró al suelo las monedas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quiten todo de aquí y no conviertan en un mercado la casa de mi Padre».

En ese momento, sus discípulos se acordaron de lo que estaba escrito: El celo de tu casa me devora.

Después intervinieron los judíos para preguntarle: «¿Qué señal nos das de que tienes autoridad para actuar así?» Jesús les respondió: «Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré». Replicaron los judíos: «Cuarenta y seis años se ha llevado la construcción del templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»

Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó Jesús de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho aquello y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había dicho.


HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy (Jn 2, 13-25) nos presenta el episodio de la expulsión de los vendedores del templo. Jesús «hizo un látigo con cuerdas, los echó a todos del Templo, con ovejas y bueyes» (v. 15), el dinero, todo. Tal gesto suscitó una fuerte impresión en la gente y en los discípulos. Aparece claramente como un gesto profético, tanto que algunos de los presentes le preguntaron a Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (v. 18), ¿quién eres para hacer estas cosas? Muéstranos una señal de que tienes realmente autoridad para hacerlas. Buscaban una señal divina, prodigiosa, que acreditara a Jesús como enviado de Dios. Y Él les respondió: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (v. 19). Le replicaron: «Cuarenta y seis años se ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» (v. 20). No habían comprendido que el Señor se refería al templo vivo de su cuerpo, que sería destruido con la muerte en la cruz, pero que resucitaría al tercer día. Por eso, «en tres días». «Cuando resucitó de entre los muertos —comenta el evangelista—, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (v. 22).

En efecto, este gesto de Jesús y su mensaje profético se comprenden plenamente a la luz de su Pascua. Según el evangelista Juan, este es el primer anuncio de la muerte y resurrección de Cristo: su cuerpo, destruido en la cruz por la violencia del pecado, se convertirá con la Resurrección en lugar de la cita universal entre Dios y los hombres. Cristo resucitado es precisamente el lugar de la cita universal —de todos— entre Dios y los hombres. Por eso su humanidad es el verdadero templo en el que Dios se revela, habla, se lo puede encontrar; y los verdaderos adoradores de Dios no son los custodios del templo material, los detentadores del poder o del saber religioso, sino los que adoran a Dios «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23).

En este tiempo […] caminemos en el mundo como Jesús y hagamos de toda nuestra existencia un signo de su amor para nuestros hermanos, especialmente para los más débiles y los más pobres, construyamos para Dios un templo en nuestra vida. Y así lo hacemos «encontrable» para muchas personas que encontramos en nuestro camino. Si somos testigos de este Cristo vivo, mucha gente encontrará a Jesús en nosotros, en nuestro testimonio. Pero —nos preguntamos, y cada uno de nosotros puede preguntarse—, ¿se siente el Señor verdaderamente como en su casa en mi vida? ¿Le permitimos que haga «limpieza» en nuestro corazón y expulse a los ídolos, es decir, las actitudes de codicia, celos, mundanidad, envidia, odio, la costumbre de murmurar y «despellejar» a los demás? ¿Le permito que haga limpieza de todos los comportamientos contra Dios, contra el prójimo y contra nosotros mismos, como hemos escuchado hoy en la primera lectura? Cada uno puede responder a sí mismo, en silencio, en su corazón. «¿Permito que Jesús haga un poco de limpieza en mi corazón?». «Oh padre, tengo miedo de que me reprenda». Pero Jesús no reprende jamás. Jesús hará limpieza con ternura, con misericordia, con amor. La misericordia es su modo de hacer limpieza. Dejemos —cada uno de nosotros—, dejemos que el Señor entre con su misericordia —no con el látigo, no, sino con su misericordia— para hacer limpieza en nuestros corazones. El látigo de Jesús para nosotros es su misericordia. Abrámosle la puerta, para que haga un poco de limpieza.

Cada Eucaristía que celebramos con fe nos hace crecer como templo vivo del Señor, gracias a la comunión con su Cuerpo crucificado y resucitado. Jesús conoce lo que hay en cada uno de nosotros, y también conoce nuestro deseo más ardiente: el de ser habitados por Él, sólo por Él. Dejémoslo entrar en nuestra vida, en nuestra familia, en nuestro corazón. Que María santísima, morada privilegiada del Hijo de Dios, nos acompañe y nos sostenga en el itinerario cuaresmal, para que redescubramos la belleza del encuentro con Cristo, que nos libera y nos salva.

(Angelus, 8 de marzo de 2015).


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