Homilía del 9 de Octubre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

Homilía del 9 de Octubre de 2018: Evangelio y Palabra del Día

LECTURA DEL DÍA

Gal 1, 13-24

Hermanos: Ciertamente ustedes han oído hablar de mi conducta anterior en el judaísmo, cuando yo perseguía encarnizadamente a la Iglesia de Dios, tratando de destruirla. Deben saber que me distinguía en el judaísmo, entre los jóvenes de mi pueblo y de mi edad, porque los superaba en el celo por las tradiciones paternas.

Pero Dios me había elegido desde el seno de mi madre, y por su gracia me llamó. Un día quiso revelarme a su Hijo, para que yo lo anunciara entre los paganos. Inmediatamente, sin solicitar ningún consejo humano y sin ir siquiera a Jerusalén para ver a los apóstoles anteriores a mí, me trasladé a Arabia y después regresé a Damasco. Al cabo de tres años fui a Jerusalén, para ver a Pedro y estuve con él quince días. No vi a ningún otro de los apóstoles, excepto a Santiago, el pariente del Señor. Y Dios es testigo de que no miento en lo que les escribo.

Después me fui a las regiones de Siria y de Cilicia, de manera que las comunidades cristianas de Judea no me conocían personalmente. Lo único que habían oído decir de mí era: «El que antes nos perseguía, ahora va predicando la fe que en otro tiempo quería destruir», y glorificaban a Dios por mi causa.

EVANGELIO DEL DÍA

Lc 10, 38-42

En aquel tiempo, entró Jesús en un poblado, y una mujer, llamada Marta, lo recibió en su casa. Ella tenía una hermana, llamada María, la cual se sentó a los pies de Jesús y se puso a escuchar su palabra. Marta, entre tanto, se afanaba en diversos quehaceres, hasta que, acercándose a Jesús, le dijo: «Señor, ¿no te has dado cuenta de que mi hermana me ha dejado sola con todo el quehacer? Dile que me ayude».

El Señor le respondió: «Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo así que una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y nadie se la quitará».

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el Evangelio de hoy el evangelista Lucas habla de Jesús que, mientras está de camino hacia Jerusalén, entra en un pueblo y es acogido en casa de las hermanas Marta y María (cf. Lc 10, 38-42). Ambas ofrecen acogida al Señor, pero lo hacen de modo diverso. María se sienta a los pies de Jesús y escucha su palabra (cf. v. 39), en cambio Marta estaba totalmente absorbida por las cosas que tiene que preparar; y en esto le dice a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo. Dile, pues, que me ayude» (v. 40). Y Jesús le responde «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (vv. 41-42).

En su obrar hacendoso y de trabajo, Marta corre el riesgo de olvidar —y este es el problema— lo más importante, es decir, la presencia del huésped. Y al huésped no se le sirve, nutre y atiende de cualquier manera. Es necesario, sobre todo, que se le escuche. Recuerden bien esta palabra: escuchar. Porque al huésped se le acoge como persona, con su historia, su corazón rico de sentimientos y pensamientos, de modo que pueda sentirse verdaderamente en familia. Pero si tú acoges a un huésped en tu casa y continúas haciendo cosas, le haces sentarse ahí, mudo él y mudo tú, es como si fuera de piedra: el huésped de piedra. No. Al huésped se le escucha. Ciertamente, la respuesta que Jesús da a Marta —cuando le dice que una sola es la cosa de la que tiene necesidad— encuentra su pleno significado en referencia a la escucha de la palabra de Jesús mismo, esa palabra que ilumina y sostiene todo lo que somos y hacemos. Si nosotros vamos a rezar —por ejemplo— ante el Crucifijo, y hablamos, hablamos, hablamos y después nos vamos, no escuchamos a Jesús. No dejamos que Él hable a nuestro corazón. Escuchar: esta es la palabra clave. No lo olviden. Y no debemos olvidar que en la casa de Marta y María, Jesús, antes que ser Señor y Maestro, es peregrino y huésped. Por lo tanto, la respuesta tiene este primer y más importante significado: «Marta, Marta, ¿por qué te afanas tanto en hacer cosas para el huésped hasta olvidar su presencia? —El huésped de piedra— Para acogerlo no son necesarias muchas cosas; es más, necesaria es una cosa sola: escucharlo —he aquí la palabra: escucharlo—, demostrarle una actitud fraterna, de modo que se dé cuenta de que se está en familia, y no en una «hospitalización provisional».

Así entendida, la hospitalidad, que es una de las obras de misericordia, aparece verdaderamente como una virtud humana y cristiana, una virtud que en el mundo de hoy corre el riesgo de ser descuidada. En efecto, se multiplican los hospicios y asilos, pero no siempre en estos ambientes se practica una hospitalidad real. Se da vida a muchas instituciones que atienden distintas formas de enfermedad, de soledad, de marginación, pero disminuye la probabilidad para quien es extranjero, refugiado, inmigrante, de escuchar esa dolorosa historia. Incluso en la propia casa, entre los propios familiares puede suceder que encuentren fácilmente servicios y curas de varios tipos más que de escucha y acogida. Hoy estamos absorbidos por el frenesí, por tantos problemas —algunos de los cuales no resultan importantes— que carecemos de la capacidad de escuchar. Y yo quisiera preguntarles, hacerles una pregunta, cada uno responda en el propio corazón: tú, marido, ¿tienes tiempo para escuchar a tu mujer? Y tú, mujer, ¿tienes tiempo para escuchar a tu marido? Ustedes padres, ¿tienen tiempo que «perder» para escuchar a sus hijos, o a sus abuelos y a los ancianos? —«Pero los abuelos dicen siempre las mismas cosas, son aburridos…»— Pero tienen necesidad de ser escuchados. Escuchar. Les pido que aprendan a escuchar y a dedicarse más tiempo entre ustedes. En la capacidad de escucha está la raíz de la paz.

La Virgen María, Madre de la escucha y del servicio atento, nos enseña a ser acogedores y hospitalarios hacia nuestros hermanos y hermanas.

(Ángelus, 17 de julio de 2016).

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