Homilía del 27 de Diciembre de 2019: Evangelio y Palabra del Día

Homilía del 27 de Diciembre de 2019: Evangelio y Palabra del Día

LECTURA DEL DÍA


Lectura de la primera Carta de Juan
1 Jn 1, 1-4

Queridos hermanos: Les anunciamos lo que ya existía desde el principio, lo que hemos oído y hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado y hemos tocado con nuestras propias manos. Nos referimos a aquel que es la Palabra de la vida.

Esta vida se ha hecho visible y nosotros la hemos visto y somos testigos de ella. Les anunciamos esta vida, que es eterna, y estaba con el Padre y se nos ha manifestado a nosotros.

Les anunciamos, pues, lo que hemos visto y oído, para que ustedes estén unidos con nosotros, y juntos estemos unidos con el Padre y su Hijo, Jesucristo. Les escribimos esto para que se alegren y su alegría sea completa.


EVANGELIO DEL DÍA


Evangelio según san Juan
Jn 20, 2-9

El primer día después del sábado, María Magdalena vino corriendo a la casa donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo habrán puesto».

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos iban corriendo juntos, pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro, e inclinándose, miró los lienzos puestos en el suelo, pero no entró.

En eso, llegó también Simón Pedro, que lo venía siguiendo, y entró en el sepulcro. Contempló los lienzos puestos en el suelo y el sudario, que había estado sobre la cabeza de Jesús, puesto no con los lienzos en el suelo, sino doblado en sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vio y creyó, porque hasta entonces no habían entendido las Escrituras, según las cuales Jesús debía resucitar de entre los muertos.


HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO


En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado (cf. Jn 20, 1-8), Juan nos relata esa mañana inimaginable que cambió para siempre la historia de la humanidad. Imaginémosla esa mañana: a las primeras luces del alba del día después del sábado, alrededor de la tumba de Jesús, todos comienzan a correr. María de Magdala corre para advertir a los discípulos; Pedro y Juan corren hacia la tumba… Todos corren, todos sienten la urgencia de moverse: no hay tiempo que perder, debemos apresurarnos … Como había hecho María, ¿os acordáis? ―apenas concebido Jesús, para ir a ayudar a Isabel.

Tenemos muchas razones para correr, a menudo solo porque hay muchas cosas que hacer y el tiempo nunca es suficiente. A veces nos apresuramos porque nos atrae algo nuevo, bello, interesante. A veces, por el contrario, corremos para escapar de una amenaza, de un peligro…

Los discípulos de Jesús corren porque han recibido la noticia de que el cuerpo de Jesús ha desaparecido de la tumba. Los corazones de María Magdalena, de Simón Pedro, de Juan están llenos de amor y palpitan furiosamente después de la separación que parecía definitiva. ¡Quizás se ha reavivado en ellos la esperanza de volver a ver el rostro del Señor! Como en ese primer día cuando había prometido: «Venid y ved» (Jn 1, 39). Juan es el que corre más deprisa, ciertamente porque es más joven, pero también porque no ha dejado de esperar después de ver a Jesús morir en la cruz con sus propios ojos; y también porque estaba cerca de María, y por eso estaba “contagiado” por su fe. Cuando sentimos que la fe nos falta o es tibia, vayamos a ella, a María, y ella nos enseñarás, nos entenderá, nos hará sentir la fe.

Desde esa mañana, queridos jóvenes, la historia ya no es lo misma. Esa mañana cambió la historia. La hora en que la muerte parecía triunfar, en realidad se revela como el momento de su derrota. Incluso esa pesada roca, colocada ante el sepulcro, no pudo resistir. Y desde ese amanecer del primer día después del sábado, cada lugar donde la vida está oprimida, cada espacio en el que dominan la violencia, la guerra, la miseria, donde el hombre es humillado y pisoteado, en ese lugar todavía se puede reavivar la esperanza de la vida.

Queridos amigos, os habéis puesto en camino y habéis llegado a esta cita. Y ahora mi alegría es sentir que vuestros corazones laten de amor por Jesús, como los de María Magdalena, Pedro y Juan. Y porque sois jóvenes, yo, como Pedro, me alegro de veros correr más deprisa, como Juan, empujados por el impulso de vuestro corazón, sensible a la voz del Espíritu que anima vuestros sueños. Por eso os digo: no os conforméis con el paso prudente de los que se ponen al final de la cola. No os contentéis con el paso prudente de los que se ponen al final de la cola. Se necesita el coraje para arriesgarse a dar un salto adelante, un salto audaz y atrevido para soñar y realizar como Jesús el Reino de Dios, y comprometerse para una humanidad más fraterna. Necesitamos hermandad: ¡arriesgaos, adelante!

Seré feliz de veros correr más deprisa de los que en la Iglesia son un poco lentos y temerosos, atraídos por ese Rostro tanto amado, que adoramos en la Sagrada Eucaristía y reconocemos en la carne del hermano sufriente. El Espíritu Santo os empuje en esta carrera hacia adelante. La Iglesia necesita vuestro impulso, vuestras intuiciones, vuestra fe. ¡Nos hacen falta! Y cuando lleguéis donde nosotros todavía no hemos llegado, tened paciencia para esperarnos, como Juan esperó a Pedro ante el sepulcro vacío. Y otra cosa: caminando juntos, en estos días, habéis experimentado lo difícil que es acoger al hermano o a la hermana que está a mi lado, pero también la alegría que me puede dar su presencia si la recibo en mi vida sin prejuicios ni cierres. Caminar solo nos permite desvincularnos de todo, quizás ser más rápidos, pero caminar juntos nos convierte en un pueblo, el pueblo de Dios. El pueblo de Dios que nos da seguridad, la seguridad de pertenecer al pueblo de Dios… Y con el pueblo de Dios, te sientes seguro, en el pueblo de Dios, en tu pertenencia al pueblo de Dios tienes identidad. Un proverbio africano dice: “Si quieres ir rápido, corre solo. Si quieres ir lejos, ve con alguien”.

El Evangelio dice que Pedro entró el primero en el sepulcro y vio las sábanas por el suelo y el sudario envuelto en un lugar separado. Luego también entró el otro discípulo, quien ―dice el Evangelio― “vio y creyó” (v. 8). Este par de verbos es muy importante: ver y creer. A lo largo del Evangelio de Juan, se dice que los discípulos, viendo los signos que Jesús hacía, creyeron en Él. Ver y creer. ¿De qué signos se trata? El agua transformada en vino para la boda; de algunos enfermos curados; de un ciego que recobra la vista; de una gran multitud saciada con cinco panes y dos peces; de la resurrección de su amigo Lázaro, muerto desde hacía cuatro días. En todos estos signos, Jesús revela el rostro invisible de Dios.

No es la representación de la sublime perfección divina, la que se desprende de los signos de Jesús, sino la historia de la fragilidad humana que se encuentra con la Gracia que eleva. Hay una humanidad herida que es sanada tras el encuentro con Él; hay un hombre caído que encuentra una mano tendida para aferrarse; hay el desamparo de los derrotados que descubren una esperanza de redención. Y Juan, cuando entra en el sepulcro de Jesús, lleva en los ojos y en el corazón los signos hechos por Jesús que se sumerge en el drama humano para levantarlo. Jesucristo, queridos jóvenes, no es un héroe inmune a la muerte, sino Aquel que la transforma con el don de su vida. Y ese sudario cuidadosamente doblado dice que ya no lo necesitará: la muerte ya no tiene poder sobre él.

Queridos jóvenes, ¿es posible encontrar vida en los lugares donde reina la muerte? Sí, es posible. Entrarían ganas de decir que no, que es mejor mantenerse alejado, largarse. Sin embargo, esta es la novedad revolucionaria del Evangelio: el sepulcro vacío de Cristo se convierte en el último signo en el que brilla la victoria definitiva de la Vida. ¡Y entonces no tengamos miedo! No nos alejemos de los lugares de sufrimiento, de derrota, de muerte. Dios nos ha dado un poder mayor que todas las injusticias y las debilidades de la historia, más grande que nuestro pecado: Jesús ha vencido la muerte dando su vida por nosotros. Él nos envía a anunciar a nuestros hermanos que Él es el Resucitado, es el Señor, y nos da su Espíritu para sembrar con Él el Reino de Dios. Aquella mañana del domingo de Pascua cambió la historia: ¡Tengamos valor!

¡Cuántos sepulcros ―por así decirlo― esperan hoy nuestra visita! Cuántos heridos, incluso jóvenes, han sellado su sufrimiento “poniendo ―como se dice― una piedra encima”. Con el poder del Espíritu y la Palabra de Jesús podemos mover esos pedruscos y dejar que los rayos de luz entren en esos barrancos de tinieblas.

El camino para llegar a Roma ha sido hermoso y agotador; pensad, ¡cuánto esfuerzo, pero cuánta belleza! Pero el camino de regreso a vuestros hogares, a vuestros países, a vuestras comunidades será igual de hermoso y desafiante. Seguidlo con la confianza y la energía de Juan el “discípulo amado“. Sí, el secreto está todo allí, en ser y saber que eres “amado”, “amada” por Él, ¡Jesús, el Señor, nos ama! Y que cada uno de nosotros, volviendo a casa, se lo grabe en el corazón y en la mente: Jesús, el Señor, me ama. Soy amado. Soy amada. Sentir la ternura de Jesús que me ama. Recorre con valor y alegría el camino hacia casa, recorredlo con la certeza de ser amado por Jesús. Entonces, con este amor, la vida se convierte en algo bueno, sin ansiedad, sin miedo, esa palabra que nos destruye. Sin ansiedad y sin miedo. Una carrera hacia Jesús y hacia los hermanos, con un corazón lleno de amor, de fe y de alegría. ¡Adelnate!

A los jóvenes italianos (11 de agosto de 2018)


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